Si yo fuera Dilma Rousseff (Dios me libre) dimitiría mañana mismo como presidenta de Brasil y acabaría con la agonía en cámara lenta que está padeciendo desde que comenzó su segundo mandato, hace un año y cuatro meses.
Eso sí, lo haría con las botas puestas. Convocaría a todas las cadenas de televisión y radio para que retransmitiesen la renuncia en directo desde la sede del Congreso de Brasilia, y aprovecharía para dar un último mensaje a la nación, para que se enteren de su última voluntad los brasileños, esos que salieron en masa a la calle pidiendo su cabeza, y los legisladores, esos que pusieron la guillotina para dejarla caer sobre su cuello en mayo, cuando el Senado debería votar el proceso de destitución, si no hubiese tomado la sabia decisión de dimitir antes.
Rectifico. Si fuera la presidenta de Brasil no dimitiría mañana mismo; me tomaría un par de días para preparar un discurso demoledor, no ya para tratar de defenderse de un juicio político que lo tiene de antemano perdido, sino para echarles en cara a los diputados que la acusaron, muchos de ellos en nombre de Dios y de su fe evangelista, que son unos fariseos y que en la Biblia que tanto veneran está escrito aquello de que “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
De hecho, convertiría mi discurso de renuncia en un proceso general contra todo el sistema político brasileño y contra sus protagonistas, los allí presentes en la sede del Legislativo, a los que señalaría y avergonzaría ante los micrófonos y las cámaras por sus actos corruptos y por sus sucias maniobras conspiratorias para sacrificar a la presidenta de la República, a cambio de no acusarse entre ellos de sus propios delitos y miserias. Señalaría en especial al criminal más descarado de todos, el presidente del Congreso brasileño, Eduardo Cunha, al que la justicia le ha descubierto millones de dólares ocultos en paraísos fiscales, pero se aferra al cargo y maniobra para no perder el fuero.
Esta es la gran tragedia de Brasil. La presidenta, a la que no se le ha probado ningún crimen, va a ser sacrificada por una conspiración dirigida por el líder del Congreso, al que sí se ha comprobado su vocación criminal, tanto para robar dinero y ocultarlo, como para burlar a la justicia. Pero que nadie se lleve a engaño. Tampoco ella podría tirarle piedras a su enemigo Cunha, porque ni ella ni su antecesor, el caído en desgracia Lula da Silva, están libres de culpa en esta triste historia de corrupción. De hecho, Dilma le ofreció un cargo en su gobierno a Lula para aforarlo, y él aceptó.
Por eso, insisto, si fuera Dilma renunciaría y lo haría diciendo: “Yo, Dilma, me acuso de no haber estado a la altura del cargo de Presidenta de Brasil; y como el pueblo me lo está demandando, renuncio, y pido la renuncia de todos los parlamentarios, porque usaron sus cargos para enriquecerse y para cometer todo tipo de actos impunes”.
Si bien tiene derecho a defenderse de las acusaciones en su contra (como garantiza a cualquier ciudadano un Estado de Derecho), si fuera Dilma admitiría que no supo aclarar, más allá de toda duda, las acusaciones en contra de su gobierno sobre cuentas maquilladas y desvío de dinero a su campaña; no supo contener el gasto excesivo en obras faraónicas y extravagantes —como levantar un enorme estadio de futbol en la amazónica Manaos, donde no hay afición al futebol—, ni supo administrar los recursos del Estado para frenar el acelerado hundimiento de la economía brasileña. Pero sobre todo, no vio o no quiso ver el descarado saqueo durante años de Petrobras, la mayor estatal del país, y en el que participaron dirigentes de su gobierno y del oficialista PT, incluido, según la Fiscalía de Sao Paulo, Lula da Silva, que lo acusa de aceptar un departamento de lujo en la playa por parte de una constructora que se benefició de contratos ilegales de la estatal petrolera. Quizá Dilma Rousseff no cometió en persona ningún delito, pero, si los consintió, la convierte en cómplice, y si no los vio venir, es demasiado ingenua como para ser jefa de Estado. En cualquier caso es muy difícil de creer que no estuviese enterada del caso Petrobras, el mayor escándalo de corrupción de la historia de Brasil.
Por tanto, si yo fuera Dilma dimitiría y pediría al pueblo brasileño que se echó a la calle contra ella que siguiera allí hasta sacar al último corrupto de Brasilia, y que siguiera allí hasta que jueces como Sergio Moro, el nuevo “héroe nacional” que metió en la cárcel a “intocables”, como el tesorero del PT o el ex director de Petrobras, encabezase una cruzada para refundar una nueva república basada en la ética y en el combate implacable a la corrupción y la impunidad de su clase dirigente.
De esta manera, habría valido la pena el sacrificio de Dilma.
fransink@outlook.com

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